(1909-2004)
Ha muerto Pedro Grases a los noventa y cuatro años de edad. Su desaparición física está cargada de significación, al representar la última etapa en el proceso de extinción de los nombres gigantes de la espiritualidad venezolana. El conocimiento que alcanzó de nuestra vida intelectual fue uno de los más hondos que se recuerden en los anales nacionales de la cultura.
Su pasión venezolana no hacía sino manifestar que pertenecía a la estirpe de los irrepetibles. Así, se impuso desplegar el mayor proyecto de revisión de la historia espiritual del país, para producir, en consecuencia, uno de los corpus de estudio más profusos, inmensos y disciplinados nunca antes ensayado. Su vida tuvo punto de partida en el pueblo de Vilafranca del Penedés (Barcelona-España), el año 1909. Muy joven transita los espacios del estudio, apasionándose por los libros, la escritura, la historia y el humanismo. Egresa, en 1931, de la Universidad de Barcelona en Filosofía y Letras y en Derecho, doctorándose al año en ambas disciplinas en la Universidad de Madrid. Comienza a escribir muy joven, a los dieciséis años, en periódicos y revistas de su pueblo y a dictar clases en el Instituto Escuela de Barcelona y en la Universidad de Barcelona. El estallido en 1936 de la guerra civil interrumpe, desafortunadamente, estos primeros ejercicios intelectuales de Grases. Venturosamente para la cultura de Venezuela e Hispanoamérica, sin embargo, la guerra le hace decidir su traslado a Venezuela en busca de aires más prósperos y de espacios más sosegados. Es así como Grases, a partir de 1937, irá arraigándose en el país en un proceso de sistemático descubrimiento de sus hombres e inteligencias más memorables y prodigiosas en especial los del siglo XIX: Miranda, Bello, Bolívar, Baralt, Humboldt, Simón Rodríguez, Juan Germán Roscio, José María Vargas, Juan Manuel Cagigal, Juan Vicente González, Agustín Codazzi, Arístides Rojas, Fermín Toro y Cecilio Acosta, entre tantos otros.
Para lograr los cometidos que se impone, concebirá su trabajo como una simbiosis armónica entre investigación y divulgación, esta última entendida como rescate cultural. Enseñará en algunos de los centros educativos más prestigiosos del país: el Liceo “Fermín Toro”, el Instituto Pedagógico Nacional, el Liceo “Andrés Bello”, el Colegio América, la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Católica Andrés Bello. También se hará firme en los institutos públicos destinados al rescate del acervo bibliográfico nacional, del que será uno de sus más comprometidos ejecutores. En este sentido, destaca su participación en la Oficina de Bibliografía de la Biblioteca Nacional y, hasta muy avanzada edad, sus labores como directivo de La Casa de Bello, fundada bajo su tutela. En esta última institución tendría a su cargo la secretaría de la Comisión de las Obras Completas de Bello, la empresa de edición más ambiciosa de su tiempo llevada a cabo en el país.
En paralelo, Grases irá edificando el monumento inmenso de reflexión venezolanista que supone todo lo que escribió e investigó y que, por voluminoso, no es posible ni un resumen aproximado. La dimensión de su legado es tan asombrosa como el inmenso universo verbal que generó y el inabarcable sondeo humanístico que produjo durante las siete décadas que dedicó al conocimiento serio y enaltecedor del pensamiento venezolano y venezolanista. Su mirada fue, recurrentemente, la del filólogo y la del historiador para quien el estudio de la lengua y de la historia constituían, no sólo el mismo estudio, sino la más certera posibilidad de entender lo que los hombres de una cultura han sido y por qué así han sido. No son, entonces, casuales las vinculaciones estrechas que sostiene con filólogos e historiadores en la más amplia geografía del hispanismo español, hispanoamericano y venezolano: Ramón Menéndez Pidal, José Ortega y Gasset, Amado Alonso, Samuel Gili Gaya, Joan Corominas, Tomás Navarro Tomás, Carlos Pi Sunyer, Pedro Urbano González de la Calle, José Manuel Rivas Sacconi, Miguel Batllori, Guillermo Feliú Cruz, Jorge Guillén, Juan David García Bacca, Ángel Rosenblat, Mariano Picón-Salas, Pedro Pablo Barnola y Fernando Paz Castillo, entre muchos más. También, el hispanismo anglosajón norteamericano e inglés se fijará en él como uno de los más vocacionales representantes, ofreciéndole cátedras y espacios de investigación en las universidades de Harvard y Cambridge, en la Biblioteca del Congreso de Washington. El Amherst College, en los Estados Unidos, crea, en 1983, el prestigioso “Premio Pedro Grases de Excelencia en Hispanismo”.
Saldo, Grases construye legado y no obra y, por tanto, no será fácil asimilarlo por mucho tiempo en lo que 48 49 de portentosa extensión y profundidad significa. Madreselva, Grases se ramifica en el mapa intelectual de la Venezuela del siglo XIX y de su propio tiempo, y se enrosca en la más diminuta arteria del sistema circulatorio de la estirpe venezolana. Numérico, Grases por su origen catalán o por su disciplina prodigiosa se traduce en los inalcanzables guarismos de una bio-bibliografía que dura un siglo (los estudios de Horacio Jorge Becco asientan, hasta 1987, las cifras enormes de la producción de Grases: 179 libros y folletos; 214 ediciones, compilaciones y prólogos; y 71 participaciones en obras colectivas), en las miles de páginas que fue capaz de consumar en la escritura (al momento de su muerte sus Obras alcanzan 21 volúmenes, editados por Seix-Barral, sin incluirse en ellas las 30.000 piezas que componen su ciclópeo epistolario), en los centenares de temas viejos y nuevos que transitó (v.g. la historia de la imprenta y de sus hitos bibliográficos) y en las superpobladas invocaciones que gestiona para el estudio de Venezuela. Académico, dejará irremplazables vacantes en la Academia Venezolana de la Lengua y en la Academia Nacional de la Historia. Hospitalario, Grases no ocultará su generosidad y su amor por los demás, bien familiares o amigos, bien discípulos o estudiosos. Gigante, se hace un gigante al entender que en cada palabra crecería un laberinto. Laberíntico, edifica su propia constelación escrituraria, monumento de una filigrana sapiencial venezolana que tendremos aún que esperar mucho para comprender cabalmente. Por ello, estoy convencido, se ocupó durante las décadas finales de su vida en ser él mismo su propio compilador y el ordenador de su vasta producción, a sabiendas de que el no hacerlo sería entregarnos a sus abismos insondables. También, quizá, para superar el sino desgraciado de muchos escritores y estudiosos que dejaron obra inédita o dispersa a la espera de una posteridad agradecida y acuciosa que nunca llegaría. Viajero, pensó su obra como una travesía inequívoca asumida desde el puerto de salida y con una ruta que sería línea recta trazada por su pasión de estudioso.
Deja una obra ingente en dimensión material y cuantiosa en dimensión espiritual y, quizá, sean éstos los dos grandes valores que la coronan a perpetuidad. Deja un sólido magisterio, digno de la más perturbadora de las fascinaciones. Deja un recuerdo de sabiduría en todos los que lo consideramos paradigmático. Deja una posibilidad de entender que no ha desaparecido la generosidad académica y humana. Deja la idea de que el triunfo sólo es posible con inteligencia y disciplina. Deja la marca de sus recorridos en cada uno de los destinos culturales que emprendió. Deja, también, la nostalgia por los grandes momentos de nuestra edificación intelectual. Deja la necesidad de su compañía afectuosa y comprometida. Deja el monumento de su vida perfecta. Deja, al irse, un siglo entero con él, como si ese siglo que vivió se tratara de todos los siglos vividos por la patria intelectual que escogió para desgastar su vocación y el tiempo prolongado que le tocaría, excepcional y afortunadamente, vivir. Con su muerte deja culminada, pues, la extinción de los gigantes del hispanismo venezolano.
Francisco Javier Pérez