(1869 – 1968)
En 1869 nació en La Coruña, por azar del destino profesional de su padre, don Ramón Menéndez Pidal, pero su infancia y primera juventud transcurrieron en la que él consideró siempre su tierra asturiana. Los campos y montañas de la comarca pasariega fueron el campo de sus primeras correrías y dejaron una profunda huella en él. De esta infancia y mocedad asturianas proceden dos aficiones que Menéndez Pidal mantendría durante toda su vida: su espíritu andariego por todos los vericuetos serranos y su amor por descubrir tradiciones conservadas por las gentes sencillas del campo. Llegó a ser un buen montañero, como demostró en su expedición por los Andes, en 1905, con motivo de un arbitraje para el que fue designado a fin de solventar una cuestión de límites entre Perú y Ecuador. Pasear por la sierra madrileña constituyó uno de sus mayores placeres, tanto para él como para su mujer, doña María Goyri. Su vocación filológica nació mientras acompañaba por los montes asturianos a su hermano Juan, que recogía viejos romances, los primeros que el joven Ramón oiría directamente de pastores y campesinos. Cuentos, leyendas orales, poemas tradicionales, todo aparecía como un tesoro que había que descubrir. Y al lado, las peculiaridades lingüísticas de dialectos y hablas locales. Son todos éstos, caminos que habría de recorrer el maestro a lo largo de toda su vida.
Menéndez Pidal fue en buena medida un autodidacta. Es verdad que contó con el magisterio directo de Menéndez Pelayo, al que alabó en repetidas ocasiones. Pronto advirtió que los juicios certeros del sabio santanderino se apoyaban en una sólida erudición asociada a una intuición poderosa, aunque carente de los métodos de análisis de la ciencia filológica que apuntaban por entonces en toda Europa. Don Ramón suplió con su inmensa capacidad de estudio la carencia de un magisterio directo. Muy joven aún, se familiarizó con los métodos de la escuela alemana de filología. De ella heredó el principio positivista de que toda afirmación tenía que estar apoyada en datos documentados. Muy pronto superaría el mero positivismo documental para adentrarse en el terreno de la interpretación.
Menéndez Pidal se dio cuenta en seguida de que en España no había existido una verdadera filología. Él introdujo en nuestro país un espíritu científico nuevo. Seguramente tiene que ver con ello el movimiento regeneracionista que había conocido desde su juventud. Aunque procedente de una familia extraordinariamente conservadora, el joven Pidal percibió con claridad que la ciencia española necesitaba un cambio de rumbo. Este pensamiento culmina con las ideas de reforma que postularon los hombres de la generación del 98. No es casualidad que fuera coetáneo de Ramon y Cajal, creador de la moderna histología. A Menéndez Pidal hay que insertarlo con pleno derecho en esa Generación.
Pidal vio en el estudio de la Edad Media española el modo de contribuir a recuperar la verdadera imagen de España. Su primera obra, La Leyenda de los Infantes de Lara, en 1896, es, aun con sus imperfecciones, una buena muestra de ello. Pero donde acierta con el camino definitivo es en su edición y estudio del Cantar de Mio Cid, obra premiada por la Academia, tras un reñido concurso, en 1895, que no fue publicada hasta años más tarde, entre 1908 y 1911, convenientemente revisada y ampliada.
En la renovación de los estudios medievales Menéndez Pidal no fue solo. Le acompañaron hombres ilustres como Gómez Moreno, en el campo de la arqueología y de la paleografía, de Asín Palacios, en el terreno del arabismo, etc. La pléyade de escritores con los que convivió Pidal en su juventud ejerció en él un notable influjo. Junto a los consagrados del siglo XIX (Varela, Galdós, Pardo Bazán, Clarín, etc.) coincidió con los jóvenes rebeldes del 98. En los diez primeros años del siglo son ya conocidas las primeras obras de Azorín, de Valle-Inclán de Unamuno, de Machado etc. A ellos siguen Juan Ramón Jiménez, Ortega y otros con los que mantuvo una comunicación asidua. El marco cultural estaba claro. Menéndez Pidal se incluye en él con plena voluntad, como años más tarde haría explícito.
Entre 1908, en que se publica su Edición, Gramática y Vocabulario del Cantar de Mio Cid, y 1926, en que aparecen sus Orígenes del español, Menéndez Pidal realizó una ingente obra de investigación que contiene los rasgos esenciales de su pensamiento lingüístico y de los métodos filológicos de quienes desde entonces se sintieron discípulos suyos. Seguramente el rasgo más notable del pensamiento pidalino es su teoría del cambio lingüístico, que supera los rígidos moldes del positivismo neogramático, añadiendo a lo que éste tenía de válido la idea capital de que los cambios viven a veces durante siglos en estado latente y que su generalización depende también de factores sociales y culturales.
Muy pronto don Ramón fue reconocido como el maestro de la filología española. A ello contribuyó no solo la magnitud y la calidad científica de su obra, sino también, y de modo muy poderoso, su capacidad para compartir la labor con los jóvenes investigadores que se acercaban a él, ávidos de incorporarse a aquella aventura científica. Desde sus primeros discípulos -Onís, Castro, A. Alonso, Navarro Tomás-, hasta los que fueron uniéndose a ellos -D. Alonso, R. Lapesa, A. Zamora y tantos otros- todos aceptaron la nueva concepción de la filología española. Muchos otros discípulos directos e indirectos habrían de prolongar hasta nuestros días los principios fundamentales de la nueva escuela.
El maestro advirtió pronto que su empresa necesitaba de la colaboración de muchos otros. Su talante tolerante y comprensivo favoreció que en torno a su figura se creara lo que fue probablemente el proyecto en que depositó más esperanzas: el Centro de Estudios Históricos. Menéndez Pidal practicó la idea del liberal intelectual en toda su plenitud. Esto hizo posible que en aquel Centro convivieran gentes de diversa ideología, en un ambiente de trabajo y de cordialidad que habría de romperse en la contienda civil que arruinó aquel espléndido florecer de la cultura y de la ciencia españolas.
Menéndez Pidal fue un hombre que vivió para su propia obra pero también para la obra de los demás. El rasgo fundamental de su personalidad intelectual fue el rigor. Se conservan numerosos apuntes manuscritos en los que se manifiesta la meticulosidad con que apoyaba en la documentación sus interpretaciones lingüísticas y filológicas. También el cuidado con que planeaba sus obras. Poseemos notas suyas manuscritas con el calendario de terminación y de final que fijaba para cada uno de los estudios que elaboraba o que pensaba abordar. Fue este mismo ideal de rigor el que le llevó a rehacer y rectificar algunas de sus obras fundamentales. A pesar del considerable avance que significó para el conocimiento de la morfología, la sintaxis y la semántica su Cantar de Mio Cid. Texto. Gramática. Vocabulario, siempre pensó que tendría que revisarlo. Hasta tres veces, con un lapso de tiempo muy amplio, rehizo su Leyenda de los Infantes de Lara. Como verdadero hombre de ciencia, se rectificó a sí mismo y aceptó las rectificaciones de otros. Pero con el mismo rigor defendió sus posiciones cuando podía ofrecer suficientes datos. No eludió el necesario debate científico que permite contrastar datos e interpretaciones divergentes. Sirva como ejemplo el modo en que fue elaborando su teoría sobre la épica, cuya última redacción quedó inconclusa a su muerte y ha sido finalizada después por los investigadores del Seminario Menéndez Pidal. Rigor, firmeza y ductilidad son, pues, notas relevantes en el quehacer científico de Menéndez Pidal.
Como maestro auténtico, Menéndez Pidal fue un gran impulsor de ideas y de proyectos. No hay más que echar un vistazo a la obra de sus discípulos para advertir cómo, partiendo de un mismo interés científico, la obra de sus colaboradores del Centro de Estudios Históricos siguió un camino propio en cada uno de ellos. En torno a Menéndez Pidal nunca existió la adulación ni la ciega imitación. Su figura y su obra fue un centro irradiador de nuevos intereses científicos. Así se completaba la magna obra de construir una escuela de filología, que llega mucho más allá que la pura existencia física de su creador.
Notable relevancia tiene en su personalidad el plano ético. Ello se manifiesta, en primer lugar, respecto de la honestidad científica. Él mismo afirmó lo siguiente: “En la investigación, como en cualquier aspecto de la vida, la disciplina ética es la base de todo: la probidad es antes que la capacidad”. Este principio ético presidió aquel ejemplo de fecunda laboriosidad que fue el Centro de Estudios Históricos. No poco sufrimiento le causó ver que se derrumbaba en el vendaval de nuestra contienda civil. A su vuelta del exilio, en 1939, se dio cuenta de que, aun conservándose sus instalaciones, sus colaboradores se habían dispersado en la diáspora de la guerra civil y el Centro era desmantelado por el nuevo régimen político. Era imposible reanudar multitud de proyectos. El ALPI, el Tesoro lexicográfico y tantos otros trabajos en curso de realización habrían de quedar abandonados para siempre. Afortunadamente su archivo se había salvado, tras mil avatares. Algunos reprocharon a Menéndez Pidal que volviera tan pronto a la España vencida, cuyo régimen republicano él había apoyado públicamente. El maestro tuvo que elegir entre la continuación de su obra y lo que podría interpretarse como una claudicación política, que nunca llegó a ser una claudicación ética. También el Menéndez Pidal ciudadano supo prestar su apoyo a las causas en las que creía. Aunque pensara que la política era con frecuencia un serio obstáculo para el trabajo científico, él no hurtó su firma en documentos que apoyaban causas justas. La ética del científico no podía entrar en contradicción con la ética del ciudadano. Su templado liberalismo tenía que estar al lado de la defensa de la libertad del hombre. Por eso no se ahorró dicterios de algunos exaltados y la hostilidad de muchos políticos de la dictadura. Los disgustos de 1947 y de 1953 son buena prueba de ello.
Nos queda el don Ramón familiar. El hombre adusto, e incluso distante para algunos, se nos muestra como un esposo, padre y abuelo entrañable. Ello era consecuencia de su talante, propenso a una recatada ternura, que se advertía plenamente en la intimidad del ámbito familiar, pero también de la personalidad de su esposa, doña María Goyri, mujer dotada de un brillante talento, que colaboró con su marido, pero que prefirió renunciar a su propio quehacer científico para que don Ramón viviera en el ámbito de sosiego que necesitaba para crear su obra.
Menéndez Pidal fue, en fin, un hombre del Noventa y Ocho que, como tal, proyectó gran parte de su obra hacia Castilla y España. Partiendo del estudio de la historia lingüística y de los textos, hubo de llegar forzosamente en este camino a una interpretación histórica de la realidad española. Su obra La España del Cid supuso utilizar todo su saber, procedente de distintas fuentes (texto literario, crónicas, documentos lingüísticos), para ampliar la visión del marco vivencial de aquella época.
Su magno proyecto de una Historia de España, cuya publicación todavía continúa, culmina esta trayectoria. El Archivo del Romancero es, en otro aspecto, un patrimonio de historia viva, arraigada en la hondura de la conciencia popular, pero ya a punto de desaparecer, que nos ha dejado a todos los hombres. Comenzó su labor transcribiendo los que encontró en sus amadas tierras asturianas y hoy los testimonios de este tesoro poético proceden de todas partes del mundo hispánico. Él, antes que nadie y mejor que otros, supo interpretar el significado colectivo de esa vieja poesía tradicional.
Menéndez Pidal no permaneció recluido en su preocupación española. Su comunicación con los romanistas más importantes del siglo XX, entre los que contó con entrañables amigos, fue constante. Animó a españoles y extranjeros a emprender trabajos de filología hispánica, contribuyendo de manera decisiva a formar ese formidable grupo de investigadores que son los hispanistas.
José Jesús de Bustos Tovar
Universidad Complutense