(1898 – 1990)
Más de una vez me dijo Jorge Guillén, hablando de sus compañeros de generación y de los muchos motivos por los que les admiraba, que lo que tenía Dámaso Alonso era “muchísimo talento”. Claro que él le llamaba Dámaso, como todo el mundo. Pero vamos a ver, ¿qué no decir del genio juglaresco de Federico García Lorca? ¿De la inventiva de Rafael Alberti? ¿Del ingenio de Pedro Salinas? ¿De la vena creadora de Luis Cernuda? Sí, por supuesto que sí, pero el talento excepcional quien lo tenía era Dámaso.
Es término maleable, que puede significar muchas cosas. Por lo general indica una aptitud natural, una facilidad con la que se nace, el don de producir sin sufrir. ¿Sería el caso de Lope de Vega, pero no el de Flaubert? En mi opinión la palabra se refiere más al origen que al resultado, a la abundancia del manantial que a la calidad del agua, como si insinuáramos que conlleva a veces una brillantez que no pasa de ser superficial.
Pero no en esta ocasión, puesto que sin duda todo lo que Dámaso empezaba -pensaría su compañero poeta- lo terminaba a la perfección. Todo lo hacía bien y con tan sorprendente y tenaz regularidad que hasta sus mejores amigos se asombraban. ¿Cuál no sería la sorpresa de sus compañeros gongorinos a mediados de los años 20, Diego, Guillén, Alberti, cuando Dámaso se puso a explicar a Góngora y elevó ese capítulo de la lectura y crítica de poesía a un nivel de altura apenas concebible? Muy pronto, ya antes de aquel annus mirabilis de 1928 en que publican obras cimeras Lorca, Alberti y Guillén, era Dámaso el maestro de todos, el que más sabía, es decir, el que aproximaba como ningún otro el saber a la creación, la crítica a la poesía, la vocación literaria a una consciencia tan lúcida y sobre todo tan viva que no necesitaba, ni necesitaría nunca, de manifiestos vocingleros.
Y es que Dámaso aunaba muchas aptitudes diferentes, emprendía tareas y trabajos tan distintos que en ninguna otra persona hubieran parecido conciliables. He aquí lo propio de su talento, que fuera tan variado y tan completo, que fuera un multitalento, un pluritalento, emprendedor en tantas direcciones y de tantos rumbos, o si se me permite resumirlo sencillamente así, el que representara para muchos un cruce de caminos excepcional.
Los hispanistas de hoy recordarán algunos de sus trabajos lingüísticos, como sus investigaciones dialectales en Andalucía, y que a ellos dedicara buen número de páginas de sus Obras Completas. Pero aun más que el recuerdo de tal o cual pormenor lo que no podemos ni queremos olvidar es el cariz científico de sus estudios del lenguaje. Dámaso, heredero no ya de la Filología Románica del siglo anterior sino de aquella Wissenschaft germánica que de tanta ascendencia disfrutó hasta al menos el final de los años 30, creía en la ciencia, buscaba la ciencia, quería hacer ciencia.
Alguna vez se me ha ocurrrido un paralelo que parece realmente brusco e inoportuno, que es el ejemplo de Jean-Paul Sartre. El autor de L’être et le néant fue un filósofo puro y duro cuando quiso. Pero también fue novelista y sobre todo dramaturgo. No es que fuera un filósofo que escribía bien, como Bergson o antes de él Schopenhauer y después Ortega, sino que cultivó de verdad, y vivió intensamente como escritor y crítico, la literatura. ¿Hay algo en su teatro que recuerde al filósofo post-hegeliano o existencialista? Es cuestión que conviene dejar a los especialistas.
Pues bien, en la variedad de aptitudes y escritos que produce Dámaso Alonso aparece una y otra vez aquella inclinación científica. Es más, le interesaron enormemente las interrogaciones y las respuestas que conducen finalmente a una teoría de la crítica literaria y hasta de la literatura.
Dámaso se encastilló en una forma de lectura y comentario, sobre todo microlingüística, que se denominó Estilística y que se adueñó durante cierto tiempo del terreno de la crítica y la teoría literarias, produciendo libros importantes y creando discípulos asimismo valiosos.
Los había en otras lenguas, como Leo Spitzer, Helmut Hatzfeld o Michael Riffaterre, pero en ningún lugar, quizás, con tanto acierto como en España -quién sabe si porque sus colegas sufrieron el exilio y él siguió, no sin trabas y dolores, en su casa y su cátedra de Madrid. Como quiera que fuera, Dámaso llegó a ser, no ya una autoridad respetada y premiada por muchos, sino una verdadera institución, dirigente seguro de asociaciones de hispanistas y romanistas, y animador entre tantas cosas de la Real Academia Española (que renovó en profundidad, introduciendo a grandes poetas y estudiosos).
Puesto que eran tales sus aptitudes y sus intereses, cada hispanista, o simple lector, de hoy sabrá decir en qué terreno refulgió más su pluritalento. Alguno juzgará que en su extraordinaria traducción de los sutiles y complejos ritmos de Gerard Manley Hopkins. ¿En la amplísima inspiración, en la libertad de los poemas tan intensos de Hijos de la ira? ¿En los poemas en que se explayaban la búsqueda y la duda religiosas? Yo lo tengo muy claro. Dámaso ha sido el mejor crítico de poesía del siglo XX. O, si se prefiere evitar hipérboles y comparaciones, digamos que sus mejores páginas ejemplarizan con excepcional eficacia hasta qué punto un comentario crítico puede proyectar una luz nueva y decisiva sobre un texto poético, consiguiendo que percibamos lo que no habíamos descubierto, que pasemos de ver a mirar, y de mirar a revelar, a sentir, a entender y a conjuntar. El que no lo haya observado o vivido, poco sabe de crítica y menos de poesía. Es ésta una tarea, la lectura atenta, atentísima, de los textos, que hoy día muchos no sólo descuidan sino desconocen por completo. Es que, en el fondo no nos dábamos cuenta de lo difícil que era el análisis pormenorizado de la poesía misma. ¿No sería porque Dámaso lo lograba tan perfectamente?
Ahí quedan, quedarán durante muchos años, esas lecturas, esas lecciones, excepcionales en que el hombre de ciencia en Dámaso luchaba con el crítico y el poeta, entre congojas y efusiones, sin acabar de conseguir la ardua conciliación que él buscaba, la confluencia de sus inclinaciones, la paz entre las exigencias, las querencias tan dispares que movían su sensibilidad y su inteligencia. Fecundísimos combates interiores, bendito sea Dios, los suyos, a los que también debemos -entre la sátira y la angustia religiosa- lo mejor de su poesía.
Claudio Guillén
De la Real Academia Española